13 de enero de 2021, 9:00 AM

Antonio Barrios / Analista Internacional y Profesor invitado de las Universidades del Kurdistán en Irak

Obsesionado por las conspiraciones contra su poder, reales o imaginarias, Nerón persiguió de forma implacable a numerosos miembros de la nobleza romana. Acusados de traición ante el Senado, muchos de ellos fueron obligados a suicidarse. No nos debería extrañar esta actitud del mandatario Trump, quien está a escasos días de dejar la Casa Blanca. Muy coherente con su política de tierra arrasada, Trump está causando todo el daño posible a las instituciones, y a la ya, históricamente difícil convivencia en EE. UU., donde se están produciendo episodios de violencia política, siempre presentes en la memoria del pueblo estadounidense, pero en algunos momentos contenidas en diferentes gobiernos, sin que existiera, desde lo más alto del poder alguien que la incitara. Palabras más, palabras menos, lo que se diga, y cómo se diga, basta para el estallido social. Europa no escapa a ese fenómeno del quebranto social, y vive a diario la tensión del conflicto social, aumentado convenientemente por la inmigración africana y del Medio Oriente, y una extrema derecha que se aprovecha de ello para exigir una Europa blanca y cristiana, y no negra (africana) o marrón (musulmana).

El vertiginoso ascenso de Trump, tan similar o igual al de otros líderes que apelan a un pasado mítico y glorioso (falso o verdadero), se conformó a partir de un rechazo a la creciente desigualdad del llamado “poder material” que hace que los ciudadanos perciban que no tienen un control efectivo sobre el destino de sus vidas, y que, la política democrática no ofrece un camino para recuperar ese control. En ese sentir social y político tenemos mucha experiencia en América Latina. Quizá sea la primera vez en EE. UU., con el populismo rampante de Trump que se creó un movimiento trumpista en la alborada de otros que ya existían muy localmente y carentes de un líder natural de peso en quien creer y seguir. La obsesión de Trump por encontrar una masa de ciudadanos que lo apoyara en las calles durante su asunción presidencial evidencia su narcisismo y el legado estético de las multitudes tipo “macho-man” que forman su imaginario y el de quienes lo rodean. Aquellas masas que santifican al líder al punto de inmortalizarlo.

Las primeras semanas de Donald Trump en la Casa Blanca dieron muestras de ser caóticas, a los pocos días de finalizar su presidencia han sido sombrías y peligrosas con los recientes disturbios. Hoy Donald Trump está cada vez más solo, y al sentirse abucheado por los que votaron por Biden, es posible que, en lugar de lamerse las heridas al final de su presidencia, decida que la mejor defensa ante la lluvia de críticas, es un buen ataque. Y desde noviembre del 2020, Trump ha barajado la posibilidad de un ataque relámpago sobre Irán para dejar al gobierno de Joe Biden, en medio de una crisis internacional sin precedentes; sobre todo para traerse abajo la estrategia de Biden de reconstruir el acuerdo nuclear con Teherán firmado en 2015 en la era de Obama, y abandonado por Trump en 2018. Trump ha probado a lo largo de cuatro años de su gobierno que puede ser imprevisible y errático en sus decisiones. En un contexto de irresponsable erosión de las instituciones democráticas con falsas acusaciones de fraude electoral que no pudo probar, polémicas decisiones en política exterior y de violencia política a lo interno, fruto natural de años de retórica polarizadora. Esa “democracia trumpiana”, beligerante, intransigente, oscura, siniestra, e incierta es la que no debemos copiar ni poner como ejemplo. Es más, deberíamos preguntarnos sobre el pernicioso papel de un EE. UU., que se auto asignó por encima del resto del orbe como imperio divino, y elegido por Dios. Trump se va, pero queda un trumpismo presente en otros líderes en el planeta que seguirán con su “legado” de división y caos, apelando a esa pureza racial imaginaria en cada país.

Trump narra la historia de un pasado mítico, el de aquel EE. UU., de los años 50, venida de ganar la segunda guerra mundial, una nación pura, victoriosa y mundial, ideológica y moral en su anclaje constitucional, próspera, segura e imaginariamente irreversible, es la que debe gobernar y sus valores imperar. Por sobre todas las cosas, una historia articulada en el sutil lenguaje de la jerarquía de la “raza” blanca sobre la cual descansa el orden mayor e inamovible de la sociedad que se aprecia o se siente patriota. Por eso, el lema de “Make America Great Again” se escucha como “Make America White Again”, y “Law and Order” se entiende como la vigilancia del Estado militarizado sobre quienes atentan contra la libertad y el poder de los blancos. Esta es una tradición que arranca con el formidable aparato policial y discursivo desplegado desde finales del 1600 para prevenir la fuga de los negros “trasplantados” traídos de África y una de las mayores fuentes de preocupación en las colonias del Sur, aun antes de que EE. UU., naciera, aunque sí dando la bienvenida a los colonos blancos de otras latitudes de Europa.

Otra pregunta clave es si toda esta revuelta social y política en EE. UU., acabará con los 75 años de “Pax americana”, más de guerras y nada distante a lo que fue la Pax británica y su coloniaje masivo en África. ¿Estaremos entonces a las puertas de una “pax sino-nipónica?   El conservadurismo estadounidense, del más rancio, de la mano de una extrema derecha evangélica que poco a poco se introdujo en la política por influjo de sus propios mandatarios ungidos desde esos cultos, no ha sido menos perniciosa. Si hay alguien que desde América Latina critica el fundamentalismo islámico en el Medio Oriente, ya tiene en sus propios países ese influjo religioso neo-pentecostal, cada vez más radical en su asiento doctrinario y condenatorio a todo lo que atente a sus valores. En ninguna parte del mundo la mezcla de religión con política ha traído algo bueno. Desde la aparición del libro de Huntington en 2004, denominado “quiénes somos”, donde se apela a una preocupación por el destino del blanco estadounidense de ojos azules, ante la invasión latina, esta tesis no había tenido tanto eco en mandatarios estadounidenses en el pasado hasta que llega Trump en 2016. Resulta ser que para el autor Huntington, los blancos venidos de Europa, principalmente holandeses, ingleses e irlandeses era colonos, mientras que los latinos son invasores o inmigrantes; para Trump son asesinos, narcotraficantes o violadores, o las tres juntas.

Trump es el ungido, es “la Ley y el Orden”; sin embargo, ha dejado un caos que demuestra controlar muy bien. Su megalomanía es perfectamente comparable a la de cualquier otro dirigente de corte autoritario presente en algunos países. Maquinador como ha demostrado ser, Trump no tiene límite en manipular con mentiras, lo que sirva a sus propósitos. Quisiera pensar que Trump es un lector nato o un intelectual de mediana estatura, como para pensar que leyó a Goebbels sobre los beneficios de las mentiras dichas infinidad de veces para que se conviertan en una “verdad”. Pero no, su lectura favorita está en el sentir de la gente y saber decir lo que la gente quiere oír. No todos pueden hacer eso. Un pueblo culto no cae en esas patrañas. ¿Es culta la sociedad estadounidense? Aquel pueblo que aúlla en la WWF y la Wrestlemanía desatada de la que Trump fuera su dueño. La visión maquiavélica de Trump lo lleva a cometer actos extremadamente peligrosos. Hoy EE. UU., tiene activados una gran cantidad de grupos supremacistas que llegaron para quedarse a las órdenes de un Trump fuera de la Casa Blanca y como peligrosos vigilantes a las acciones de Biden; como una horda ejecutora moralista, armada hasta los dientes, más conformada por desdichados, creyéndose los salvadores de la nación, esa que se apela en el libro de Huntington y su pasado mítico y glorioso.

Recién pasó la más virulenta y sucia campaña presidencial de la que se tiene memoria. Hoy, esa superflua guerra electoral, más carente de ideas y profunda en mentiras y conspiraciones de la más baja ralea, se pareció más una guerra de marcas entre la Coca-Cola y la Pepsi por la conquista de sus consumidores, lo que devino en una oscura y siniestra división de la sociedad estadounidense. Los más peligroso es que en realidad el 80 por ciento de los votantes de Trump creen que la elección fue robada, que hubo fraude y que su líder es una víctima, y esa “herida” prefabricada está destinada a hacer mucho más daño a EE. UU., en cualquier otro momento. Un conjuro de ideas lleva a una sociedad a la tormenta perfecta.

¿De dónde viene el “America First”? Hasta la entrada de los EE. UU., en la Segunda Guerra Mundial tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el nazismo contaba en el país con muchas más simpatías de las que cualquier estadounidense promedio se atrevería a imaginar o aceptar. Nació un grupo abiertamente pro nazi, que trató de crear su franquicia buscando apoyos entre la numerosa comunidad germano-estadounidense. Paralelamente aparecieron algunos partidos de línea fascista, el fundamentalismo cristiano copó esos espacios con proclamas antisemitas y el Ku Klux Klan se reinventó para luchar de nuevo contra los derechos civiles de los negros y la abolición de las Leyes Jim Crow en las décadas 50 y 60. No por casualidad ese movimiento se llamó “America First Committee”, mismo lema y mismo fondo que utilizó Trump en su campaña de 2016.

La salida de Trump del poder no es la solución a los problemas en EE. UU.; éstos apenas empiezan porque goza de un nada despreciable caudal electoral de 70 millones de personas que votaron por él. Tuvo más fuerza el miedo a esa “izquierda” representada en los demócratas que el desastre económico que ha dejado la pandemia de la COVID-19 y el pésimo manejo de la crisis. El electorado trumpista no veía a su líder como el responsable de la crisis, sino a China y así empezaba una nueva guerra a la ya económica y comercial. Es decir, un electorado estadounidense durante muchos años “perdido” en la dinámica política y que encontraron en Trump, su salvador y no su verdugo, pese a los resultados mortales de la pandemia. Así fue el ascenso de Hitler en Alemania y el ascenso de Milosevic en la antigua Yugoslavia, apelando a las ingratitudes de la historia donde alguien más es el responsable de las desgracias y calculando el momento de la venganza al precio que sea, hasta llevar a sus países a la guerra civil, al genocidio y el destierro de los “no originales” a la nación.

Los disturbios ocurridos hace pocos días en EE. UU., y la forma en cómo sucedieron los hechos de violencia, vemos a la policía complaciente con la muchedumbre blanca, no así con las protestas de los negros en las calles, un fiel reflejo de supremacismo policial o una policía trumpista que deberá ser depurada y retorne a su papel neutral, incluso a nivel de la Guardia Nacional y habrían de ver cómo están los altos mandos del ejército estadounidense. Hacer a las fuerzas armadas de una nación a imagen y semejanza de un líder como ocurre en muchos otros países, es peligroso y una forma de perpetuarse, si se piensa que con eso se reducen las posibilidades del golpe de Estado. Nerón, en su esquizofrenia infinita, así lo hizo.   

En el actual ambiente en EE. UU., las profundas grietas en la sociedad podrían estar bajo cocción una nueva guerra civil contra todo lo que pareció quedar resuelto desde su formación en 1776 o como en la era de la Reconstrucción luego la guerra civil por la abolición de la esclavitud en 1864, y otros desasosiegos sumados a los nuevos fenómenos en una sociedad que no sabe cómo asimilar. Estos vacíos son generadores de incertidumbre y son aprovechados por los personajes más abyectos con fines siniestros. La gente prefiere más confortarse previendo futuras catástrofes por terribles que sean, que estar en la angustia de la duda. Y para los inquietos y atemorizados ciudadanos del orbe, en eso nos estamos convirtiendo, en un estado de excepción que la pandemia misma vino a coronar.

Ante tanto abuso y caos, finalmente el 9 de junio del año 68 los cercanos a Nerón empezaron a desertar hacia sus lugares de origen, el pueblo le temía menos, se atrevían a abuchearlo y el Senado, que había actuado de manera oportunista y con una actitud aduladora hasta el final, decidió también hacer caso omiso a sus amenazas. A Nerón se le habían acabado los apoyos políticos y militares. El 20 de enero del 2021, Trump dejará la Casa Blanca, también abandonado por sus más cercanos, jugando sus cartas más peligrosas, pero próximo a salir por un corrillo oscuro y tenebroso como presidente. Oculto, quizá, sin nunca reconocer su derrota y menos el triunfo de Biden, regresará a su fortaleza en la Torre Trump. La conducta autoritaria camufla la imposibilidad de aceptar la negación, la pérdida, la contrariedad.

La verdadera estrategia de Trump no era atrincherarse en la Casa Blanca. Lo que realmente buscaba era mantener el impulso que ha fortalecido su base electoral para evitar que su derrota se convirtiera en una debilidad que le arrebate el control total sobre su masa de energúmenos. Y el Partido Republicano que esperaba conservar el control del Senado no lo logró. Tuvo Trump una sólida mayoría de 6 a 3 en la Corte Suprema que de nada le sirvió ante sus reclamos de fraude electoral. Solo el tiempo podrá determinar con cuáles aliados o de qué manera se reinventaría el “trumpismo” ¿Acaso será un movimiento de derecha dura dentro del Partido Republicano como cuando surgió el “Tea Party”? ¿O se sentarán las bases para un nuevo movimiento partidista populista de derecha de la mano de sus hordas callejeras como lo hiciera Hitler? Y no olvidemos a Mike Pompeo y su línea dura a lo Trump, quien tiene fuertes aspiraciones presidenciales para el 2024.