30 de agosto de 2021, 14:54 PM

Dr. Alexander López / Embajador de Costa Rica en la República de Indonesia

Nuevamente, el consenso científico sobre la gravedad del cambio climático nos recuerda la posición tan delicada en la que se encuentra el planeta. El informe más reciente de la IPCC reafirma las alarmas que han sonado ya durante varias décadas. El documento concluye que, a menos que las emisiones de gases de efecto invernadero se reduzcan de manera inmediata y a gran escala, limitar el calentamiento global a cerca de 1,5 ºC o incluso a 2 ºC será un objetivo inalcanzable.


Las advertencias sobre el cambio climático son de larga data, al igual que las discusiones en el más alto nivel de la política internacional, pero a pesar de los numerosos encuentros a nivel global y su materialización en iniciativas como el Protocolo de Kioto en 1997 o el celebrado Acuerdo de París en el año 2015, la comunidad internacional parece ser incapaz de coordinar una respuesta global efectiva al cambio climático, específicamente en la reducción de los gases de efecto invernadero (GEI).

Para comprender este verdadero “nudo” tenemos que entender el cambio climático desde la óptica de la gobernanza internacional. El sistema internacional es de naturaleza anárquica, es decir, no existe un poder central que gobierne las acciones de todos los actores. Esta característica del sistema hace que, ante un problema de acción colectiva, los actores tengan problemas para coordinar una respuesta unificada. 

Después de todo, la “cura” más lógica para un fenómeno como el cambio climático es “una solución global para un problema global”. Pero, como lo señala el profesor de la Universidad de Oslo Arild Underdal, el sistema internacional tiene tres propiedades que hacen que un problema tan grande como el cambio climático sea difícil de gestionar: fragmentación, asimetría (de poder), e interdependencia. 

Lo anterior se manifiesta de diversas maneras en el establecimiento e implementación de un régimen internacional sobre cambio climático, pero existen tres aspectos en específico que han sido las piedras en el camino que han dificultado una respuesta colectiva global.

En primer lugar, existe una gran diferencia sobre qué tan jurídicamente vinculante debe ser el régimen. Lo anterior se refiere básicamente a la obligatoriedad que tendrá el régimen. Por ejemplo, el Protocolo de Kioto fue un instrumento con normas obligatorias, algo que inquietó a algunos Estados e hizo que estos fueran muy críticos; por otro lado, en el Acuerdo de París se utiliza un lenguaje más híbrido, que permite afirmar que es un acuerdo legalmente vinculante, mientras que al mismo tiempo permite cierto margen de maniobra nacional (aunque suene contradictorio).

El segundo gran problema es qué tan prescriptivo será el régimen.  Esto es, cuáles deberían ser las metas específicas sobre GEI para los países. El asunto sobre cuánto reducir la contaminación siempre ha sido un área de disputa. El Acuerdo de París lo resuelve de forma astuta creando la figura de Contribuciones Nacionalmente Determinadas (CND). El Protocolo de Kioto fijó una meta en común y cada Estado debía “contribuir” con un porcentaje en la reducción de los GEI globales. En cambio, el Acuerdo de París establece que cada país puede asumir la reducción que determine a nivel nacional, pero tiene disposiciones obligatorias porque estas CND tienen que ser preparadas, comunicadas, deben mantenerse e incluso incrementarse con el tiempo. En síntesis, no prescribe el contenido cuantificable o el fondo, pero sí la forma en la que debe de llevarse a cabo el proceso.

Por último, los actores del sistema difieren sobre la diferenciación que haga el régimen sobre los países, un tema en que suelen dividirse los países industrializados, de los países “en vías de desarrollo” (una definición que agrupa a países muy diversos). La solución más popular hasta el momento ha sido la definición de “responsabilidades comunes pero diferenciadas”, que hace alusión a que ha sido un número muy pequeño de Estados históricamente responsables del cambio climático, pero que todos los países deben de realizar un aporte al problema. De nuevo, las CND del Acuerdo de París “resuelven” este asunto.

Como señalan Bodansky y Rajamani, el Acuerdo de París tiene suficiente “ambigüedad construida” como para que todos los Estados hayan sido capaces de aceptarlo, pero parece que el régimen no será la solución esperada al problema (aunque sí puede ser una parte de ella). De ahí que hayan surgido otras propuestas para lidiar con el cambio climático que pueden enmarcarse desde una aproximación más descentralizada y diversa (contrario a la aproximación global que se mencionó anteriormente), como lo es la idea de establecer un “club” climático (un régimen al estilo de la OCDE, pero sobre cambio climático), donde los beneficios de la membresía estén condicionados a ciertas disposiciones.

La ciencia ha sonado las alarmas por mucho tiempo, pero las decisiones políticas de los próximos años determinarán el grado de las consecuencias que vamos a experimentar debido al cambio climático. Los “nudos” de la política internacional deben de ser desatados con la mayor de las urgencias, pero con la delicadeza de la diplomacia, en ese sentido nuestra política exterior tiene una gran oportunidad para seguir consolidando el liderazgo de Costa Rica en materia ambiental con una estrategia diplomática ambiental que debe seguir buscando armonizar los intereses del Estado costarricense con los de la comunidad internacional y sobre todo del planeta.


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