16 de abril de 2024, 11:40 AM

Dr. Alexander López / Académico de la Universidad Nacional de Costa Rica.​

El tráfico ilícito de sustancias estupefacientes y psicotrópicas, entendido como el “comercio ilícito mundial que incluye el cultivo, la fabricación, la distribución y la venta de sustancias que están sujetas a leyes que prohíben su comercio” (Garfia, 2023), representa una amenaza transnacional que socava la seguridad nacional de América Latina y que transgrede el sistema internacional en el siglo XXI. 

Los acontecimientos en Ecuador, México, Guatemala, Colombia y la mayoría de los países de la región, incluyendo Costa Rica, denotan una tendencia preocupante, que acentúa el poder de los grupos que operan al margen de la ley y una disminución significativa del rol del Estado en su capacidad de proveer valor público y en el uso del monopolio de la fuerza.

Las cifras de esta megatendencia en la región son alarmantes. Según Sorto (2023), el último reporte de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) señala que, "la región desempeñó un papel importante en el incremento entre 2020 y 2021 de la producción y distribución de cocaína en el mundo, luego de que se registrara una desaceleración provocada por la pandemia de covid-19”. De esta manera, América Latina, específicamente la región andina, es reconocida como el mayor productor de cocaína y sus derivados a nivel mundial.

Entre los principales países productores de cannabis en la región destacan México, Bolivia, Colombia y Paraguay, y como es bien conocido, la principal demanda de estas sustancias proviene de Estados Unidos, y otra parte importante del continente europeo el cual desde 2020 sufre de una crisis de seguridad regional según la EUROPOL, debido al fuerte consumo de drogas como el cannabis y la cocaína.

Sin embargo, un elemento nuevo que explica la situación regional, es que actualmente una parte considerable de la producción se consume en los países productores y distribuidores de la región latinoamericana.

Esto ha provocado en la región, una ola de violencia e inseguridad, las muertes relacionadas al tráfico, se han disparado y los carteles han tomado posesión de gran parte de los territorios. “A nivel global, las bandas criminales con control territorial aumentaron el 23% entre 2021 y 2023”, reporta el Índice Global del Crimen Organizado (Papaleo, 2024). Esto ha provocado que, en los últimos años, Latinoamérica sea caracterizada como la región más violenta en todo el mundo.

Por otra parte, la dinámica comercial se ha transformado en una dinámica de mercado, en la cual no solo se da la venta y comercialización de estas sustancias, sino que también se da la comercialización de armas, el tráfico y otras actividades ilícitas que generan ingresos importantes para estos grupos criminales, fortaleciendo sus redes y fortificando su presencia en la sociedad.

Cada vez es más evidente la inserción del narcotráfico en las redes políticas de los países latinoamericanos y en la toma de decisiones que afectan a todos los sectores de la sociedad. Esta amenaza se inserta en los gobiernos nacionales a causa de las crisis de gobernabilidad que se presentan en América Latina desde hace varias décadas, particularmente en cuanto a legitimidad, eficacia y eficiencia se refiere. En el caso del narcotráfico son estos grupos criminales (OTD), quienes brindan los servicios y responden a las presiones y demandas de las poblaciones que viven en la periferia. 

Esto ha permitido cierto nivel de aceptación por parte de poblaciones vulnerables, ya que en la mayoría de las ocasiones supone una fuente de ingresos para familias que se encuentran en vulnerabilidad social, las cuales parecen ser un fantasma social a los ojos de los gobiernos. Desde el cultivo y la producción, hasta el transporte y la comercialización de estas sustancias estupefacientes y psicotrópicas, generan oportunidades de trabajo, cuyos ingresos suelen ser más elevados que los que generaría un trabajo formal. Esto representa, a mediano y largo plazo, una pérdida de productividad y escolaridad en dichas poblaciones. Y, en consecuencia, un retroceso en el desarrollo de la región.

No obstante, a pesar de los esfuerzos, la institucionalidad se ha visto trasgredida por el narcotráfico; y ha tenido que lidiar con la corrupción y la infiltración de este en sus sistemas políticos. “El estudio de la relación entre políticos, élites y traficantes posibilita formular que la complicidad de estos agentes es consciente y responde a una delegación del poder central por parte del Estado hacia poderes formales y fácticos de las periferias” (Díaz, 2023).

La mayoría de estas vulneraciones comienzan mucho antes de que las autoridades lleguen al poder. Se originan a través de la razón entendida como la voluntad, según lo explican Vallejo y Fergadiotti, mediante chantajes y sobornos de pagos de campañas políticas a cambio de favores entre actores estatales que infringen su poder y organizaciones criminales que buscan cierta protección y el favor de las autoridades para llevar a cabo sus actividades ilícitas.

En definitiva, la incidencia del narcotráfico en la política pública cada vez es mayor, crece de manera exponencial, y no se puede normalizar. Los países latinoamericanos deben trabajar arduo en erradicar todas estas redes criminales y limpiar su institucionalidad. Combatir el tráfico de drogas no es una tarea fácil, se necesitará de esfuerzos a nivel regional a través de un trabajo interinstitucional, intersectorial, con una lógica de redes para que este sea efectivo y pueda resolver las necesidades de todas las poblaciones que se ven vulneradas frente a esta amenaza transnacional.

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