POR María Jesús Prada | 1 de diciembre de 2025, 12:22 PM

Melissa Rodríguez habla de sí misma como quien regresa de un lugar oscuro. “Meli Rodríguez murió”, dice, sin dramatismo, como si relatara un cambio de clima. Tras un año de depresión y tropiezos, nació Meli de la Jungla, una versión más terrenal, más suya, nacida con los pies literalmente sobre la finca en Ciudad Quesada. “Aquí vengo y aquí pertenezco”, repite, como quien por fin encuentra dirección.

Ese territorio —11 hectáreas de bosque, nacientes de agua y silencio— es ahora su proyecto mayor. La Finquita Cósmica crece entre reforestación, voluntarios improvisados y un sueño: convertirla en un lugar de preservación ambiental, sanacion y creación
para la comunidad. Un centro holístico, un estudio para artistas locales y, algún día, bungalows al borde del río. “Esto es una semilla para diez años”, dice. A veces trabaja rodeada de los voluntarios que se quedaron con ella para ayudarle con los deberes diarios del terreno.

Su historia con la música empezó temprano, mirando un DVD de Fatboy Slim cuando tenía once años. En una época sin DJs mujeres, le pidió a su mamá que contratara a alguien para pintarle una en la pared de su cuarto, pero no tenía ninguna imagen de referencia que mostrara a una mujer DJ. 

“Póngale tetas y póngale esta camisa”, le dijo en ese característico tono que hasta hoy mantiene. Allí comenzó el camino que la llevó a tocar en Corea, Japón, Australia, Europa y América Latina. En Nueva York vivió su sueño: camerino propio, festival enorme. Pero la ruta no fue fácil. “Difícil por ser mujer, por no ser europea”, asegura.

En 2022 volvió a Costa Rica y apagó todas las luces: sin música nueva, sin eventos, sin redes. “Me desaparecí”. Hoy regresa con otra energía y otras intenciones. Produce junto a artistas ticos como Niña Jaguar, y prepara eventos diurnos, con atardeceres, kombucha y baile consciente. “Ya tenemos 33 años… después de las nueve estoy dormida”, ríe. También tiene previsto para 2026 el lanzamiento de una colaboración con Hiqui Maleku, líder del territorio indígena donde grabó parte de los instrumentos. 

Su nuevo álbum, Dembow Ancestral, es un mapa emocional: tambores aborígenes, mantras grabados en un rezo, sonidos de cumbia, electrónica y frecuencias binaurales pensadas para sanar. “Es literalmente una medicina”. 

La canción que define el disco es Lo que arde. ¿Por qué? “Porque todo lo que arde, sana”, asegura.

Las redes sociales, antes una obligación, ahora son un refugio simple. “No quiero perseguir nada. A mí me llega todo”. Prefiere mostrarse en pijamas, diciendo “pura vida”, convencida de que la autenticidad encuentra a quien debe encontrar.

De la escena musical tica dice que creció y se volvió más comunitaria. En la electrónica, recuerda, se sintió sola y juzgada por su apariencia más que por su talento. “A veces sentía que no había un lugar donde realmente conectaran con mi visión.”. Por eso ahora construye su propio espacio, con sus propias reglas, su propia ética y su luz.

Su misión artística cabe en una sola frase: “Sanar a través de la música y el movimiento”. Y su regreso —más breve, más consciente, más profundo— parece exactamente eso: un acto de sanación.

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