1 de diciembre de 2020, 15:13 PM

Leonardo Garnier /  economista y ex ministro de la cartera de Educación, así como de Planificación Nacional y Política Económica. 

Aunque se firmó en Escazú desde el 4 de marzo de 2018, y Costa Rica fue uno de los países que lideró el proceso de su gestación, hoy, todavía seguimos sin darle ratificación legislativa al “Acuerdo de Escazú”.

Su nombre completo es bastante más largo. Se trata del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe. Demasiado largo, por eso, mejor hablemos de él como el Acuerdo de Escazú. ¿De qué se trata?

Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la CEPAL, lo explica con precisión en su prefacio. El Acuerdo de Escazú se dirige a proteger los derechos ambientales y, para ello, propone “garantizar el derecho de todas las personas a tener acceso a la información de manera oportuna y adecuada, a participar de manera significativa en las decisiones que afectan sus vidas y su entorno, y a acceder a la justicia cuando estos derechos hayan sido vulnerados”.

En términos un poco más formales, el propio acuerdo resume así sus principales objetivos: “garantizar la implementación plena y efectiva en América Latina y el Caribe de los derechos de acceso a la información ambiental, participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales y acceso a la justicia en asuntos ambientales, así como la creación y el fortalecimiento de las capacidades y la cooperación, contribuyendo a la protección del derecho de cada persona, de las generaciones presentes y futuras, a vivir en un medio ambiente sano y al desarrollo sostenible”.

Información, participación y justicia. Nada del otro mundo, podríamos decir. Y, sin embargo, los tres derechos resultan críticos para que nuestros países y la región cuenten con herramientas capaces de enrumbarnos hacia un desarrollo realmente sostenible. Y al decir esto, lo que decimos es que, hoy por hoy, en temas ambientales, carecemos de información adecuada – ya lo vimos con el debate sobre la pesca de arrastre y lo hemos visto con la discusión sobre Crucitas, y, en general, sobre las industrias extractivas. Sin información, sufre también la participación genuina de la población en el debate sobre las acciones, omisiones o normativa que afecte el medio ambiente en que vive esa población. Y, finalmente – más bien trágicamente – hemos visto en toda América Latina cómo quienes defienden el medio ambiente no solo no tienen real acceso a la justicia, sino que ponen su vida en peligro por el mero hecho de defender el bien común de todos: nuestro ambiente. Son demasiadas las Bertas Cáceres, los Samir Flores, los Julianes Carrillo, los Jairos Mora, los Waldomiros Costa, las Juanas Pereas... y los más de doscientos defensores del ambiente que son asesinados cada año en América Latina.    

Por todo ello – y por todos ellos – es tan importante hacer efectivo el Acuerdo de Escazú. No se trata de una ocurrencia antojadiza, sino de la culminación de un lagro proceso que se inició en 2012, durante la Conferencia de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, conocida como Río+20 y se concretó con la Decisión de Santiago de 2014. Luego de cuatro años de negocaciones lideradas por Chile y Costa Rica, y con el apoyo de la CEPAL, el acuerdo fue suscrito por 24 países de América Latina y el Caribe en Escazú, y constituye el primer acuerdo ambiental de la región y el primero en el mundo en adoptar disposiciones específicas para la protección de los defensores de derechos humanos en asuntos ambientales.

Pero las firmas estampadas en Escazú hace ya más de dos años, no bastan: para ser efectivo, el acuerdo debe ser ratificado por los parlamentos de al menos once países. Actualmente cuenta con nueve ratificaciones, incluyendo las de Argentina, Bolivia, Ecuador, Guyana, México, Nicaragua, Panamá y Uruguay.

¿Para cuándo tendremos la ratificación por parte de Costa Rica?