24 de febrero de 2021, 9:00 AM

Antonio Barrios / Analista Internacional y Profesor invitado de las Universidades del Kurdistán en Irak

Dejemos de imaginar catástrofes porque la realidad es peor y esa realidad no es el de las armas nucleares, sino de las mentiras. ¿Qué más sabe Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel que lo que le informan sus propios aparatos de inteligencia? No es cierto que Irán va a destruir a Israel. Netanyahu no ha tenido el más mínimo respeto por el Holocausto como un hecho histórico y lo ha convertido en una industria propagandística, diciendo en sus discursos perversos que habrá un segundo holocausto si no se hace algo contra Irán. Desde Hiroshima y Nagasaki han pasado 75 años y ningún país volvió a utilizar las armas nucleares como determinación para la guerra.


El recién asumido presidente de Estados Unidos (EE. UU.) Joe Biden, tiene en sus manos una enorme cantidad de problemas de política interna y política exterior. Los desatinos dejados por su predecesor Donald Trump son de una dimensión, posiblemente similar a los retos que debió asumir EE. UU. luego de la Segunda Guerra Mundial o la fragmentación interna que dejó la guerra en Vietnam. Biden tiene dos grandes prioridades: una comercial, y por lo que representa China como desafío geopolítico para EE. UU.; y la otra es el acuerdo nuclear con Irán y la estabilidad en el Medio Oriente, más dos actores claves como Arabia Saudita e Israel que, en primera instancia son aliados de EE. UU. En el imperativo de la política internacional está lo que se conoce como el cronómetro de las potencias desde donde se miden las acciones tempranas o tardías que definen las ventajas en la toma de decisiones. Lo cierto es que Trump le dejó a Biden un camino muy sinuoso que hará más complicado restaurar un acuerdo nuclear con Irán.


Desde la llegada de la Revolución Islámica en Irán en 1979, la relación del país persa con EE. UU. e Irán siempre han sido tensas, incluso con amagos militares en algunas partes del Medio Oriente, principalmente en el Estrecho de Ormuz, dinámica de confrontación que había cesado cuando la Administración Barack Obama firmó con Irán el primer acuerdo nuclear multilateral en 2015. Durante la presidencia Trump todo se vino abajo cuando este renunció al acuerdo nuclear conocido como “Plan de Acción Integral Conjunto” (JCPOA por sus siglas en inglés). Hoy el presidente Joe Biden quiere regresar sin miramientos a los términos del JCPOA entre Irán, Estados Unidos y cinco países (Francia, Alemania, Reino Unido, Rusia y China), con el auspicio de Naciones Unidas, principalmente la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA).


El JCPOA estaba encausado a la limitación y el control internacional de la producción iraní de materia fisible (entiéndase uranio enriquecido) para uso militar. El acuerdo le impedía a Irán fabricar cualquier armamento nuclear de carácter ofensivo durante los siguientes quince años, a cambio habría un gradual levantamiento de las sanciones económicas internacionales que afectaban a los iraníes. En 2018, el entonces presidente Trump, revocó ese acuerdo para el regocijo de los dirigentes israelíes y principalmente Benjamín Netanyahu, luego de una intensa campaña mediática de mentiras diciendo que Irán seguía produciendo uranio a escala inimaginable. Ante semejante acusación, la Unión Europea (UE) le demandó a Netanyahu las pruebas antes de proceder a otras acciones conforme a los términos del JCPOA. Las pruebas jamás fueron dadas. A Netanyahu le bastaba solo el apoyo de Trump de la mano de las monarquías del Golfo Pérsico, principalmente Arabia Saudita para lograr que EE. UU. desconociera el JCPOA, y así justificar la reimposición de sanciones a Irán.



Netanyahu ante Naciones Unidas explicando lo peligroso que es él mismo. 

Biden cree que, ante un posible retorno de EE. UU. al acuerdo nuclear, Irán debe dar el primer paso. Como si no hubiera sido EE. UU. el que se retiró unilateralmente del acuerdo. Ese retorno estadounidense estaría buscando una nueva negociación para una limitación de los misiles balísticos que disponen los iraníes, no contemplados en el acuerdo del 2015. Biden está sutilmente siguiendo la política de Trump.

La diplomacia secreta funciona mejor ante ciertos temas sensibles. Así fue cuando los estrategas de Reagan, siendo éste candidato presidencial, habían negociado en secreto la liberación de los rehenes estadounidenses en Irán previo a su juramentación como presidente. No hay duda que los funcionarios de Biden, previo a su juramentación como presidente, sostuvieron conversaciones secretas con las autoridades iraníes. No es posible consumar un acercamiento con Irán si EE. UU. no regresa al acuerdo del 2015, colapso propiciado por Israel que tiene en la Casa Blanca un territorio ocupado. Además, EE. UU. debe valorar que, para un mejoramiento de las relaciones con China y Rusia, estas pasan primero por Teherán, solicitud de ambas potencias como moneda de cambio.


A Biden le corresponderá reparar el daño que dejó Trump en las relaciones EE. UU. -Irán y la profundidad de las alianzas malsanas con sus aliados históricos en el Medio Oriente, sobre todo con el régimen saudí responsable de crímenes de guerra en Yemen, nunca condenadas por Trump. Israel ha tenido libre albedrío para atacar a Irán de un sinfín de formas, entre las más usuales, el asesinato de prominentes científicos y la introducción virus en los sistemas informáticos iraníes, con una impunidad similar al despojo territorial que les hace a los palestinos. El asesinato del comandante Qasem Soleimani (por encargo de Trump) y número uno de la Guardia Revolucionaria que, con éxito derrotó al Estado Islámico en Irak y Siria en alianza con fuerzas kurdas, iraquíes y con el apoyo militar aéreo de EE. UU., deja una paradoja incontestable.

Con el asesinato de científicos iraníes, Netanyahu le dice a Biden que seguirá saboteando cualquier acercamiento o negociación de EE. UU. con Irán. Además de decirle a Irán que seguirá asesinando a sus ediles más protegidos. La pregunta es si todavía es posible que Netanyahu logre impedir el acercamiento de Biden a Irán. La realidad es que no depende de Israel, sino de la entereza en las decisiones de Biden y de saber sopesar las oportunidades para la estabilidad de la región del Medio Oriente. Mucho de eso se podría lograr con las competencias de Rusia, China y los países europeos. Al nombrar Biden a Anthony Blinken como Secretario de Estado, otrora defensor del acuerdo nuclear en la era Obama, hoy en apariencia proclive a continuarlo con la enorme diferencia de estar a favor de la demencial derecha colonial israelí encabezada por Netanyahu. Cuidado que Blinken no se convierta en el Jareed Kushner de Trump, trabajando más para Israel en eso que denomino “una Casa Blanca como territorio ocupado”. Israel ha tenido la política de provocar a Irán para que esta responda, a lo que Teherán se ha abstenido. No omito manifestar que, ante tan estrecha alianza anti iraní entre Israel y Arabia Saudita, algunos de los ataques que sucedieron en instalaciones petroleras en el reino saudí y luego en bases militares en Irak, hayan sido actos de falsa bandera con el objetivo de atribuírselos a Irán y provocar una reacción militar de la Casa Blanca.  


El regreso a una relación más pausada entre Estados Unidos e Irán sigue siendo incierta porque Biden tiene de frente a israelíes y saudíes más una opinión pública estadounidense muy bien sazonada con mentiras y rechazos hacia Irán. La revolución iraní también enfrenta a lo interno divisiones entre conservadores pro-Jomeini y moderados aperturistas o democráticos; además de una creciente oposición política y descontento social fuera de las estructuras de la revolución por las sanciones económicas de EE. UU. que afectan a los iraníes. Pese a este ambiente complicado, Biden tiene una mayoría en el Congreso y en el Senado. No es una garantía porque el partido demócrata está dividido en un ala pro israelí con características sionistas del tipo Netanyahu y en contra de Irán (no por Trump) sino de siempre. Y un ala progresista del tipo Bernie Sanders que objeta la extraña “neutralidad” de EE. UU. sobre la tragedia palestina. El mismo presidente iraní Hasán Rohani, que durante cuatro años defendió la mesura durante la administración Trump, hoy está debilitado porque los conservadores iraníes exigían más agresividad contra EE. UU.

Cuatro años le bastaron a Trump para colocar a Irán y China como el “enemigo”; y así ha reaccionado la opinión pública estadounidense, plétora de prejuicios y desconocimientos en su burbuja de nación de Dios y con un destino divino, como bien hace crítica Walter Russell Mead en su libro “Providencia divina”, esa derecha evangélica estadounidense que influye en la política exterior con la Biblia en una mano y con un arma en la otra.   


El líder supremo Alí Jamenei ha declarado no tener prisa en que EE. UU. regrese al acuerdo nuclear si no se levantan primero las sanciones, y sobre todo porque Teherán no negociará de su potencial de defensa que no esté en el JCPOA. Así que podría haber una ruta de colisión si Biden cree tener la autoridad moral para exigir lo que debería hacer Irán. Hay mucho en juego en la geopolítica regional y sobre las influencias de Teherán en el Estrecho de Ormuz. Israel tampoco podrá con todo si no tiene a una administración estadounidense completamente de su lado como lo fue Trump. Por eso se insiste en un regreso al acuerdo nuclear del 2015, porque aún está vigente para los demás países que lo suscribieron. Solo dos países en el Medio Oriente pueden dar un giro radical a los eventos políticos: Israel e Irán. El primero alega estar en peligro de extinción, lo cual no es cierto (ya expliqué anteriormente las razones), y el segundo tratando de sobrevivir a las sanciones económicas y; ambos como centro de gravedad de los demás países de la región.

Arabia Saudita dispone de numerosos misiles chinos de un alcance de más de 5000 kilómetros, e Israel posee centenas de ojivas nucleares y dispone de 5000 misiles Jericó, más las plataformas de lanzamiento. Entonces, lo correcto es que esos países sean invitados a participar en negociaciones multilaterales para la reducción de armamento balístico estratégico en el Medio Oriente. Decía Kenneth Waltz en su polémico artículo en la revista Foreign Affairs: “Iran Should Get The Bomb”, 2012 (Irán debería tener la bomba) que la lógica dicta que, ante otros países del Medio Oriente poseedores de misiles balísticos, Irán los obtenga como balance de poder porque solo así se evita una confrontación nuclear. Es la doctrina a la que apunté al inicio de este análisis cuando dije que “ningún país después de Hiroshima y Nagasaki volvió a utilizar armamento nuclear, a pesar de poseerlo, porque de ahí se deriva lo irracional de la Destrucción Mutua Asegurada (DMA) y hace funcional la disuasión, la contención y, por consiguiente, el apaciguamiento. Así funcionó entre India y Pakistán en los años 90, en medio de un nacionalismo nuclear sin precedentes y que, llevó a acuerdos nucleares de reducción de armamentos. Entonces, la lógica y racional postura de Irán habría de ser, si Israel y Arabia Saudita renuncian o limitan la cantidad de sus misiles, Teherán hará lo mismo. Con esta propuesta iraní el margen de negociación de los occidentales para un nuevo acuerdo sería, si no nulo, muy estrecho.


Muchos países con armamento nuclear y no son sancionados.

Ante un rechazo rotundo de Arabia Saudita e Israel, al menos los iraníes habrán sembrado más cizaña entre el gobierno de Biden y sus dos aliados regionales para quebrar dicha alianza, solo si Biden está dispuesto a jugarse el todo por el todo. Tan solo la victoria electoral de Joe Biden ya abrió una brecha, al punto que Netanyahu y Mohammed bin Salman lo saludaron con tibieza. Desde entonces, Netanyahu, en vísperas de la entrada de Biden a la Casa Blanca, caldeó la atmósfera y deliberadamente hizo pasar en diciembre del 2020, con el consentimiento del presidente egipcio Abdelfatah el-Sisi, un submarino por el canal de Suez en dirección al Golfo Pérsico, para tener una presencia militar en esa zona de tensión.

Biden debe marcar una diferencia clara en materia de política exterior en el Medio Oriente y desarmar la alianza que Trump creó con las monarquías del Golfo y Egipto asociados al eje estadounidense-israelí como frente anti iraní nunca antes visto. Paradójicamente una alianza contraria a la época en que los países árabes en su conjunto se lanzaban contra Israel en diferentes guerras desde la fundación del Estado hebreo en 1948. Para ello, Biden deberá solicitar al Congreso terminar con el apoyo militar a los saudíes, responsables de masacres indecibles en la guerra en Yemen. Y en cuanto a Israel, los políticos israelíes son huérfanos de un Trump que no fue reelegido, profundamente heridos porque no pueden continuar con una política agresiva hacia Irán sin el apoyo de la Casa Blanca, más los atropellos de Trump contra los palestinos cuando reconoció los territorios ocupados, los Altos del Golán y Jerusalén de plena soberanía de Israel, contraviniendo el Derecho Internacional y los acuerdos preexistentes en esa materia.


Biden está en medio de una simbiosis entre la derecha norteamericana republicana y radical, sea evangélica o nacionalista, y la extrema derecha colonial israelí, y el sionismo demencial que representa Netanyahu. Ante este bloque, Biden deberá intuir por una estrategia capaz de convencer a los israelíes de la importancia de una diplomacia multilateral bajo mecanismos internacionales de vigilancia que, en realidad estaba funcionando en Irán.  Biden deberá tener claro que ya no se trata de la paz, sino del fin de la arbitraria ocupación de Israel de los territorios palestinos. Y los palestinos no tienen ninguna otra arma más que su sola existencia, de una comunidad internacional que no pasa de la protesta tímida; mientras que los israelíes a fuerza de tanta impunidad acumulada no tienen otra perspectiva más que de una eterna dominación de otro pueblo.  La pregunta es si Biden estará dispuesto a modificar esa conducta. Durante su campaña, su entorno no dejó de repetir que no modificará de ningún modo el apoyo militar estadounidense a Israel de 3.800 millones de dólares anuales en provisiones de armamentos gratuitas acompañadas de anulaciones de deudas. Siendo así, Netanyahu tendrá pocos motivos para para reconsiderar su comportamiento actual.


El determinismo tecnológico que decreta el liderazgo iraní como un ente homogéneo y racional no cesará como lo haría cualquier país (a menos que fuerzas externas como la imposición de sanciones económicas más severas o un ataque militar se lo impidan). Ese comportamiento de EE. UU. e Israel no es nuevo, viene desde 1989 con el final de la guerra Irán-Irak, y ya generó en el pasado una serie de predicciones erróneas, similar a las que manifesté al inicio sobre “qué más sabe Netanyahu que ya no sepan sus aparatos de inteligencia”. En la década de los noventa algunos políticos estadunidenses e israelíes advirtieron repetidamente sobre los peligros de una bomba nuclear iraní para el año 2000. Cuando eso no sucedió, vino una nueva clarividencia y advirtieron sobre una bomba iraní en el 2005, y nada. Luego dijeron que Irán construiría la bomba en 2010, y nada. Nuevamente se dijo que una bomba nuclear iraní podría ser una realidad entre 2013 y 2015, y nada. Y Bibi Netanyahu dijo en 2018 que para el 2020 Irán tendría la bomba, y nada. Esperemos cómo será el próximo invento del Tío Bibi sin el Tío Sam de su lado. Nunca olvidemos la historia. En 2003 funcionarios estadounidenses e israelíes dijeron que el régimen iraquí de Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva, no era cierto, jamás aparecieron. Aun así, EE. UU. invadió militarmente a Irak para derrocar a Saddam, por supuesto que, con otras motivaciones geopolíticas, similares a las que Netanyahu tenía en la mira contra Irán teniendo a Trump en el poder. Quien aún no crea que la Casa Blanca es un territorio ocupado por Israel, basta con escudriñar a lo largo de la historia las acciones militares de EE. UU. en el Medio Oriente a petición de los dirigentes israelíes.