Déjà vu geopolítico en Birmania (Myanmar)
"Siempre he manifestado que existe una incompatibilidad entre la geopolítica y los derechos humanos".
Antonio Barrios / Analista Internacional y Profesor invitado de las Universidades del Kurdistán en Irak
La cohabitación entre la Dama (Aung San Suu Kyi) en busca de democracia y el todo poderoso General Min Aung Hlaing (en busca de la paz militar), ha llegado a su fin. El experimento democrático con los militares a su espalda, vigilantes de lo que la Dama vaya a decir o hacer los pueda afectar, hicieron imposible la consumación de una realidad deseada desde 1990, cuando San Suu Kyi ganó las elecciones abrumadoramente. Y como en toda transición de lo militar a la democracia (fenómeno muy presente en nuestra América Latina), en aquel entonces los militares se las arreglaron para hacer los cambios necesarios en la Constitución Política birmana, que los protegiera de ser enjuiciables y seguir ejerciendo el poder desde los cuarteles, garantizándose puestos de autoridad permanente donde no se requiera de la orden del poder civil para tal fin.
Amada en Myanmar y cuestionada en el exterior por no denunciar los horrores del ejército y de los grupos armados contra la minoría Rohynga, hoy San Suu Kyi está nuevamente en arresto domiciliario. Un nuevo golpe recién dado, se trajo abajo los 10 años de experimento democrático. A San Suu Kyi se le achaca preferir mantenerse en el poder con un ejercicio democrático inexistente en medio de una constante tensión con los militares, que denunciar la matanza de los Rohyngas. Dado su comportamiento contrario al puesto que ostentaba, no solo como parte del Estado Mayor sino como Nobel de la Paz, la ONU la llamó a cuentas, así como la Unión Europea, y el Tribunal Penal Internacional; en este último la Dama mostró un enojo tal de creer que no se llama a declarar a una Premio Nobel de la Paz, intocable, superior y hasta una Diosa, así y de muchas otras formas se refieren a ella en Myanmar.
Aung San Suu Kyi declarando ante el Tribunal Penal Internacional.
Myanmar es una nación resquebrajada en 135 etnias y 4 movimientos guerrilleros que cruzan las fronteras con Tailandia desde hace más de 30 años. La diversidad de pueblos son prueba de un pasado muy violento desde mucho antes de su independencia. El bamar es el grupo étnico mayoritario entre los diversos pueblos que fundaron la Unión de Myanmar. Por lo general el grupo mayoritario goza de todos los derechos existentes y por su origen ostentan los cargos políticos y militares más importantes. Otras siete minorías configuran estados de la antigua Birmania, llamada la Unión de Myanmar con el propósito de romper su pasado colonial con Reino Unido. Sin embargo, lo que sucede en la historia allí se queda. Los pueblos más importantes de Myanmar: Chin, Kachin, Kayah (Karenni o Karen), luego convertido en el Ejército de Dios de los Karen, liderados por los míticos niños Johnny y Luther Htoo, (considerados inmortales en los años 90), Mon, Rakhine (Arakan) y Shan. Los británicos en la Segunda Guerra Mundial, y ya derrotados por los japoneses que entraron a Birmania, decidieron armar y entrenar a los Rohyngas musulmanes para luchar contra los japoneses. Los budistas se aliaron a los japoneses a lo que los Rohyngas) masacraron a miles de budistas y quemaron cientos de templos. Estos odios ancestrales renacen cada vez que aumenta la tensión en los países multiétnicos, se disparan las venganzas y se justifican los ataques, así como la desaparición o desplazamiento forzoso; entiéndase limpieza étnica. En los países donde la consolidación del Estado-Nación es superfluo o del todo desconocido, las fronteras étnicas son más fuertes que las fronteras en los mapas trazadas por ajenos. Lo vemos en África y Oriente Medio. Estos estados de ánimo social o de inestabilidad política, étnica o religiosa, dan paso a que los militares en cualquier país, y en este caso en Myanmar, encuentren como solución, los golpes de Estado y tomar el poder para imponer la “paz” militar.
Aung San Suu Kyi y el General Min Aung Hlaing.
Desde el 2018 empezó la persecución de 400.000 musulmanes de la etnia Rohingya, misma que representa más de un tercio del total de este colectivo y han tenido que abandonar el estado meridional de Rakáin para refugiarse en Bangladesh. Tras una serie de altercados violentos entre grupos armados locales (paramilitares armados por el mismo ejército) y las fuerzas de seguridad, el ejército birmano, conocido como el Tatmadaw, emplearon la campaña de tierra quemada o tierra arrasada (eliminar todo lo viviente) en la región. Este tipo de campaña militar o paramilitar consistió en rodear aldeas Rohingya, disparar indiscriminadamente a sus habitantes y después prender fuego a los asentamientos.
La respuesta de Suu Kyi, fue el silencio. Considerada como la Dama de Hierro de Asia o la “Mandela” de Asia, mantuvo un silencio escandaloso y poco ejemplar para su estatus de Premio Nobel de la Paz, de Ciudadana de Honoraria de Canadá, de Embajadora de Conciencia de Amnistía Internacional, Galardón de los Derechos Humanos de Oxford-hoy todos estos premios revocados-, a excepción del Nobel de la Paz que se mantiene por siempre. La paradoja de su gestión como gobernante era tener poder para lo que le convenía al ejército (bloquear la ayuda humanitaria a los Rohyngas) y no tener poder para lo que podría afectarle a ella o a los militares (responsabilizarlos de la matanza). El ejercicio democrático no era más que un espejismo, hacer parecer lo que no es para los medios de comunicación y para la opinión pública internacional. Varios premios Nobel, entre ellos Desmond Tutu o Dalai Lama han exigido que se le retire a San Suu Kyi el Premio Nobel de la Paz. Esperanzas tan elevadas que hayan caído de golpe, sobre todo de una comunidad internacional que en otros conflictos ha sido más severo, y en el caso de Myanmar ha sido complaciente o mantenido una verborrea diplomática o callado del todo como Rusia y China, dado que la posición geopolítica de Myanmar pesa más que los derechos humanos. Siempre he manifestado que existe una incompatibilidad entre la geopolítica y los derechos humanos, lo primero se superpone por el poder, y lo segundo cuando un gobierno lo requiere como relaciones públicas o un falso sentido de humanidad.
En la escalada de violencia contra los Rohyngas, los apoyos internacionales a Myanmar, en particular al ejército birmano, imposibilitan una solución expedita, o incluso una condena clara de los acontecimientos. En el “gran juego” que se libra por el futuro del país, los Rohingya ni siquiera son peones imprescindibles, son más una molestia para las piezas geopolíticas por la inconmensurable riqueza en minerales que representa el país. La voracidad extractiva en Myanmar está a cargo del ejército, a través de grandes contratos con compañías transnacionales o gobiernos; así que la farsa de los europeos o Estados Unidos, o de Occidente en general, no es más que un ejercicio de hipocresía. Si un grupo étnico está en una zona o región rica en minerales estratégicos y su presencia representa un problema para los intereses de gobiernos o compañías transnacionales, no se entiende como un dilema humanitario sino como una cuestión geopolítica.
China es la potencia que ha dado su apoyo abierto a la junta militar entre 1988 y 2010. Cuando San Suu Kyi llegó al “poder”, las autoridades chinas intentaron congraciarse con ella y así poder continuar con los gigantescos proyectos de infraestructura, algunos muy cuestionados y detenidos. A China le urgía un equilibrio entre el poder simbólico de San Suu Kyi, y de reconocimiento internacional y el poder real del ejército.
Como bien se decía en la doctrina política estadounidense del garrote y la zanahoria, China también ofrece zanahorias a través de ambiciosos proyectos de infraestructura que podrían generar empleo y estimular la economía renqueante de Myanmar. Por lo general estos proyectos, como la central hidroeléctrica de Myitsone o el desarrollo del puerto de aguas profundas en Kyauk Pyu, están dirigidos a satisfacer las necesidades energéticas del gigante asiático, así como los proyectos en África. Muchos de estos proyectos han sido a cambio de los recursos estratégicos y la cooperación que brinda China en el desarme de grupos armados que operan en Myanmar desde décadas, como alternativa de seguridad autoritaria.
En el desarrollo del puerto de Kyauk Pyu, China invierte 10.000 millones de dólares, además de obtener un 85% de control portuario. La costa birmana y el sur de China se unirían a través de gasoductos y oleoductos para que Pekín satisfaga su demanda de hidrocarburos provenientes del Océano Índico. Así Pekín podría prescindir del Estrecho de Sunda y Malaca, en Indonesia por donde transita la mayor parte de la demanda china de hidrocarburos. El llamado “dilema de Malaca” ya no sería un problema para China porque es un estrecho fácil de bloquear por la armada de un país hostil; sobre todo por las tensiones que tiene con Estados Unidos o el avance chino sobre las aguas del Sur de China que tienen como telón de fondo la gran Ruta de la Seda, el ambicioso proyecto para entrelazar los mercados de Europa y Asia, a través de vastos corredores terrestres y marítimos que conectarían con la construcción artificial de las Islas Spratly y del que China podría reclamar el mar territorial desde sus islas más lejanas al territorio continental. Para ello es necesario el “cinturón de perlas”, una red de puertos que establezca posiciones chinas a lo largo del Índico y que además, convergen con dos centros de gravedad dominados por Estados Unidos en la Isla de Guam en el Pacífico y la Isla Diego García en el Índico. Gwadar, en Pakistán, está en el extremo occidental de la red. Kyauk Pyu cubre el flanco sur. No por casualidad el enorme puerto chino en Birmania se encuentra en el estado de Rakáin, región de los Rohyngas musulmanes. De todas maneras, los chinos no tienen buenas relaciones con los musulmanes de su propio territorio, entonces por qué habríamos de creer que será distinto en Birmania.
La necesidad china de complacer a Myanmar, tanto en tiempos de la junta militar como de la época de San Suu Kyi, se traduce en una defensa férrea de sus decisiones ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En ocasiones, esta política se ha visto camuflada de una lucha contra el extremismo islámico del que resulta fácil agarrarse para justificar lo que convenga contra los musulmanes. Y, por otra parte, Occidente cree hacer un gran trabajo al imponer sanciones en la venta de armas al ejército birmano cuando Rusia, India, Israel y China tienen un gran mercado allí.
Los países en la región del collar de perlas chino, Laos, Camboya, Vietnam, Tailandia, Myanmar (Birmania) se debaten entre tener una relación con Estados Unidos o China; otros como India se aproximan al gobierno birmano y evitan su acercamiento a China. Para contener la expansión de Pekín en el Índico y a la vez, centro de gravedad de Estados Unidos, Nueva Delhi ha propuesto un plan de cooperación económica e inversión en infraestructuras, con una autopista que conectaría Birmania con Tailandia e India y una inversión en infraestructura portuaria en Calcuta y Sittwe (capital de Rakáin). El gobierno indio también ha apoyado públicamente la actual escalada de violencia, amenazando con deportar hasta 40.000 rohingyas de su propio país y realizando una visita oficial a Myanmar a principios de septiembre. El primer ministro Narendra Modi, del partido hinduista BJP, arrastra un historial de violencia contra minorías musulmanas en su época como gobernador del estado de Gujarat. Y lo peor es como en el mundo musulmán de mil millones no hay protestas en contra de las matanzas de musulmanes en otros países. Si la moralidad es escasa, la solidaridad también.
Occidente está dividido respecto de lo que sucede en Birmania mientras que las posturas de China, India, y Rusia son muy claras; el Estados Unidos de Trump fue errático en materia de política exterior en Asia centrando su energía solamente contra China en su guerra comercial. Hoy Biden enfrenta, ante el reciente golpe de Estado contra San Suu Kyi, el dilema para construir una política exterior en Asia, como aquella que recalcó muy bien en 2016, Grahan Webster en su artículo “Making Good on the Rebalance to Asia: How to Move Beyond the Status Quo with China”: “Es hora que Estados Unidos supere el síndrome de Vietnam que lo alejó por décadas de Asia para dar paso a China en su avance silencioso”. Es comprensible que ante cada cambio de gobierno en Estados Unidos se den cambios en materia de política exterior y se enfoque con más fuerza en una región que en otra. La ventaja que tiene China en esa materia es que su política exterior sufre cambios mínimos y está muy bien amalgamada de poder suave, poder inteligente y poder agudo, (el poder duro lo tiene de reserva) variables mismas que definen claramente sus intereses geopolíticos con suma rapidez. Mientras tanto, en Myanmar sigue amaneciendo con una estampa muy similar a la de hace medio siglo: soldados y tanques patrullando por las principales ciudades del país.