POR Rubén McAdam | 5 de diciembre de 2025, 18:40 PM

Hace un año, Alonso Soto vivía en otra realidad. Y era una realidad ordenada, meticulosa, hilvanada por hojas de Excel, proyecciones y presupuestos. Durante años trabajó como contador, afinando números ajenos, sosteniendo las finanzas de empresas que conocía mejor que a sí mismo. Hasta que un día todo se detuvo: la empresa donde laboraba cerró operaciones y él quedó fuera, con un golpe seco que lo obligó a mirarse de frente y preguntarse qué hacer con lo que quedaba.

La incertidumbre, que al principio era ruido, terminó convirtiéndose en impulso. Con su esposa tomó una decisión que parecía temeraria: invertir casi todos sus ahorros en una franquicia de churros. Algo completamente ajeno a su vida anterior, algo sin garantías, algo que exigía más fe que certezas. Así nació Churrería Porfirio, un negocio pequeño, tibio, lleno de olor a azúcar tostada, en el que apostaron no solo su dinero, sino la esperanza de empezar otra vez.

Lo que comenzó como un salto al vacío pronto tomó forma. La pareja estudió, probó recetas, aprendió técnicas. Trabajaron con disciplina, como quien intenta construir una salida con las manos desnudas. Y esas manos, que antes se movían entre filas y columnas, ahora se hundían en harina y aceite caliente.

Hoy, Churrería Porfirio es más que un emprendimiento: es un lugar de churros recién hechos, de ambiente familiar, de atención cálida. Un sitio que Alonso transformó en una especie de refugio y renacimiento. “A veces uno necesita que la vida lo mueva para descubrir otros talentos”, dice entre risas, como si esa frase resumiera el trayecto entero.

Cada churro que sale de la freidora es un recordatorio de que los comienzos pueden ser abruptos, pero también dulces. Y que hay quienes, cuando la vida los empuja, descubren que saben caer y levantarse con un oficio nuevo entre las manos.

Puede repasar la historia completa en el video disponible en la portada del artículo.

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