7 de marzo de 2014, 2:41 AM

La historia del aeropuerto Juan Santamaría pone los pelos de punta. En 1997, el gobierno destinó  27 millones de dólares en remodelar el edificio.

Cómo no contaba con los $150 millones necesarios para hacer mejoras en la pista y otras obras indispensables, se concesionó a Alterra. Pero apenas firmado el contrato, la empresa pidió reajustes por $40 millones.

Después de años de paralización de las obras, se llegó a un arreglo de ampliarle el plazo de concesión de 20 a 25 años, los que representaba para la compañía un ingreso adicional de unos 400 millones de dólares.

Se calcula que lo que el Gobierno concedió a la concesionaria se acerca a los mil millones de dólares, más de lo que costará el nuevo aeropuerto de Orotina.

Años más tarde, el Gobierno procedió a la modernización del aeropuerto Daniel Oduber de Liberia, una obra que los guanacastecos esperaban desde hacía años.

Pero para muchos, por hacer ese sueño realidad se pagó un precio demasiado alto.

En este caso, el                Estado solo concesionó el edificio nuevo y su administración. Todo lo demás, es decir, el mantenimiento de la pista y sus alrededores, los controladores aéreos, la iluminación, la seguridad, los servicios médicos y de bomberos, todo, tiene que suplirlo el Estado 24 horas al día 365 días al año.

Es más, el Estado suplió las mangas y la compañía cobra por el uso que hacen de ellas las aerolíneas.

Pero dólares más dólares menos, esa es nuestra triste historia con las concesiones de obra pública.

El primer caso fallido fue el del puerto de Caldera.  Este puerto se dio en concesión a la compañía colombiana Sociedad Portuaria Caldera, en el año 2006.

En el contrato se contemplaba la obligación de la compañía colombiana de construir un muelle granelero, capaz de hacer descender los cereales a granel y no empacados desde los barcos hasta los camiones o el ferrocarril.

Ese muelle granelero apenas comienza ahora a construirse, con cinco años de retraso y unas pérdidas que el Gobierno calcula en 125 millones de dólares.

La concesión significó también un alto costo social, pues muchos trabajadores fueron despedidos y otros pasaron a trabajar con salarios mucho más bajos que los que antes tenían.

Por último están los casos de las carreteras a San Ramón y la ruta 27. La primera fue concesionada a Autopistas del Valle, que en siete años no movió ni una sola palada de tierra, al tiempo que los costos de la obra iban subiendo hasta duplicarse.

Fue triste el fin, ya lo conocemos: los vecinos lograron que se rescindiera el contrato, pero a cambio el Gobierno la paga a la compañía cifras millonarias.

Pero antes de eso, el país entregó a la compañía hermana de Autopistas del Valle, llamada Autopistas del Sol, la tristemente célebre ruta 27, que cuatro años más tarde y sin haber entrado en funcionamiento definitivo ya está colapsada.

El Gobierno no descarta la posibilidad de entregar en concesión el nuevo aeropuerto, posiblemente la obra más grande que hayamos construido en nuestra historia.

Pero, ¿será conveniente?

Los diputados que participaron en la comisión que estudió las concesiones afirman que el megaproyecto del nuevo aeropuerto debe mantener como primer requisito uno que hasta ahora ha brillado por su ausencia: la transparencia en todas sus etapas.