Por Natalia Jiménez Segura |21 de mayo de 2019, 6:11 AM

En una apocada y modesta casa de El Salvador, José Guadalupe Marroquín, un bisabuelo de ochenta y dos años que ahora camina plegado busca, en cada rincón, aquella voz del niño que siempre le dijo  “tata”.

Cuando el anciano no escucha la voz del niño, procura encontrar, entre  los juguetes que todavía se guardan en su casa, un par de pequeños aviones construidos con lata: José Rodrigo, su bisnieto salvadoreño de cinco años, siempre le dijo que quería ser “manejador”, piloto de aeronaves.

A José Guadalupe nadie le ha dicho que su bisnieto murió en Costa Rica. Cree que está vivo y que, tarde o temprano, aparecerá como antes lo hacía.

Nadie le ha comentado que, posiblemente,  su padrastro lo agredió , en Sabanila de Alajuela, con tal violencia, que le causó heridas mortales.

Esas ataques no sólo provocan pavor : es probable que esa golpiza fuese infernal.

José Guadalpe, el bisabuelo salvadoreño, está un poco enfermo. Lo aquejan males de su edad.

Pero a todos sus familiares les dice que antes de morir quiere ver a su niño, al mismo niño que le llamaba “tata”.

Cuando sus nietos escuchan los deseos del anciano, se encierran a llorar en una habitación. El drama es que ellos tampoco sabían que José Rodrigo estaba en Costa Rica . Hasta hace pocos días supieron de su muerte y no saben donde está enterrado.

Dicen que cuando el niño murió, su madre , Wendy Marroquín Alas, de nacionalidad salvadoreña, le pidió a una vecina nicaraguenses que lo sepultara ella.

Las autoridades costarricenses del Patronato Nacional de la Infancia (PANI) no aprobaron ese plan. A José Rodrigo lo sepultó el Estado costarricenses en una tumba que rentaron por cinco años en un cementerio de San José.

 En el sótano de la vida

La historia personal de José Rodrigo es una suma de infortunios y desdichas. Jamás conoció a su padre biológico desde que su joven madre quedó embarazada mientras acudía a un colegio de segunda enseñanza.

Pero a pesar de la ausencia de su padre, José Rodrigo vivía bien, aunque con limitaciones, en una barriada de Apulo, una población afincada al borde del enorme Lago de Ilopango, localizado a unos cincuenta  kilómetros de San Salvador.

Apulo es un lugar, en El Salvador, que algunos le temen. Dicen que está infestada de mareros violentos. Apulo es un lugar donde las injusticias son inmensas y seculares.

A pesar de eso, el niño José Rodrigo  resolvía su vida por el hecho de tener a su lado a su abuelo y bisabuelo. Los dos se llaman igual.

La diferencia es que a uno la llamaba “papá”. A otro simplemente le decía tata”.

El niño siempre fue alegre, extrovertido, adoraba comer pizza y pasear por las orillas del hermoso lago de Ilopango. Todo eso lo perdió cuando llegó a Costa Rica. Se volvió temeroso. Perdió la seguridad en sí mismo. Le rompieron en mil pedazos la dignidad.

Los sicólogos que lo vieron antes de morir (quienes se arrepienten de no tomar medidas drásticas, en su momento), dicen que se encontraron al niño en estado deplorable.

Un mal día, mientras José Rodrigo permanecía en El Salvador, su abuelo sufrió un desmayo mientras cumplía con su trabajo. Lo llevaron a un hospital y ahí murió de un infarto al miocardio.

Desde entonces era el niño quien cada vez que escuchaba pasar un autobús se asomaba a la ventana y comenzaba a anunciar que pronto llegaría su “papá”.

Cuando se alejaba el autobús, el niño se volvía y decía con amargura: "mi papá no llegó”. Al morir el abuelo, este le dejó a su hija Wendy una pequeña fortuna que pagó una compañía de seguros.

Ese dinero nadie sabe adonde fue a dar.

La peor suerte

La suerte comenzó a darle la espalda a José Rodrigo cuando su madre conoció a su padrastro, un hombre joven de apellidos Pérez Flores. Los familiares de Wendy saben poco de él. Lo que sí conocen  es que tiene un carácter violento y pasaba su mayor tiempo en la casa. Trabajaba poco.

Algunas conductas del padrastro de Rodrigo molestaron siempre a la tía, y los primos de Wendy. Incluso, los reclamos por algún trato hacia el niño siempre terminaban a golpes.

Desde entonces  Wendy, el niño y su padrastro decidieron alejarse de su familia y vivir solos.

A pesar de esto último, la tía de Wendy, y sus primos, siempre le pedían, a la mujer, que les prestara el niño para llevarlo al lago, para pasear con él, y llevarlo a comer pizza.

Los familiares realmente querían al menor. Eso lo hacían casi todas las semanas.

Hace unos nueve meses, los familiares pidieron el niño a Wendy. Esta les respondió que no podía prestárselo porque tenía una lesión en una pierna.

A la semana siguiente les respondió lo mismo. Esto extrañó a la tía de Wendy quien, de alguna manera, encontró la forma de verlo.

Cuando lo miró, rápidamente detectó que el niño renqueaba. Entonces la tía y los primos de la madre la convencieron que lo llevaran a una quiropráctica.

Pocos días después, la profesional examinó al niño y pronto dictó una sentencia: no lo tocaría porque, posiblemente, tenía el fémur quebrado.

Ante el anuncio, sus familiares decidieron llevar al menor al hospital de niños de El Salvador llamado “Benjamín Bloom”. En ese lugar se cometió un error: únicamente Wendy, la madre del niño, entró al consultorio con el menor por decisión de los médicos.

Un par de horas después, Wendy regresó con el niño y dijo que los médicos establecieron que la lesión era benigna y que pronto se recuperaría. ( La lesión del fémur fue confirmada aquí por los médicos forenses de Costa Rica).

Denuncias

Lo que alarmó a los familiares del niño no fue la supuesta versión  que pronunciaron en el hospital Bloom. Lo que movilizó y sorprendió a los familiares fue que el niño les dijera, en privado, que él no quería vivir más con su mamá.

Le preguntaron por qué y respondió que su padrastro lo agredía.

Esto último les sonó a los familiares de José Rodrigo como si les hubiese estallado una candela de dinamita en sus oídos.

Por eso es que, discretamente, la tía de Wendy decidió denunciar a la pareja ante el instituto salvadoreño de protección de la niñez y la Fiscalía General de la República.

Cuando la pareja se enteró de ambos hechos, y supieron que llegó a su casa una cita para que comparecieran  ante las autoridades salvadoreñas, decidieron largarse del país.

Se desconoce el por qué pero pronto, viajaron a Costa Rica con el niño.

Lo más  extraño es que la pareja recibió el carácter de refugiados en Costa Rica posiblemente porque no dijeron la verdad y alegaron que eran perseguidos por las maras y la violencia salvadoreña.

A las autoridades de migración se les preguntó por qué le dieron carácter de “refugiados”. En sus oficinas se respondió que los expedientes de los “refugiados” son privados y que no podían dar detalles sobre la decisión administrativa.

Lo que lo vieron

Un par de psicólogos y profesionales fueron parte de los últimos que vieron con vida a Josué. Ellos fueron convocados por algunos vecinos. Engañaron a Wendy y pudieron ver al niño.

Aquí presentamos las últimas fotografías que se le hicieron: tenía las manos quemadas, estaba demacrado, el cabello se lo cortaron a rape. Evidentemente estaban impactados por el trato de sus padres.

Esos profesionales fueron los que alertaron al Patronato Nacional de la Infancia (PANI), donde se inició una errática búsqueda del niño.

Nuevo problema 

Pero los problemas causados por la muerte del niño no sólo es el hecho que la madre y el padrastro guardan prisión preventiva mientras se investiga y se juzga la muerte del niño.

Otra dramática decisión deberá tomarse cuando nazca el ser humano que Wendy Marroquín tiene en su vientre y nacerá en pocas semanas.

Por lugar de nacimiento, el niño sería costarricense. Por la sangre, sería salvadoreño. Con el alumbramiento, se deberá decidir el futuro de la nueva criatura mientras sus padres permanecen en prisión.

Mientras se decide eso, los familiares de José Rodrigo tendrán que decirle la verdad al bisabuelo, al “tata”. Cuando eso ocurra, ya sabrán donde está sepultado José Rodrigo. Los aviones de lata tendrán que guardarlos. Rodrigo ya no será piloto. Su madre dejó que lo colocarán en el sótano de a vida. Ahí murió.