Por Sebastián Durango 4 de diciembre de 2025, 17:55 PM

En Escazú, donde la Navidad suele llegar envuelta en luces ordenadas y comercio apurado, apareció este año un detalle que nadie esperaba: un conductor de autobús que decidió ponerse el traje de Santa Claus y convertir su unidad en un pequeño estallido de colores. 

Nada solemne, nada grandilocuente. Solo un hombre corriente, de los que sostienen el país desde el volante, empeñado en recordarle a quien sube al bus que la vida también permite alegrarse sin pedir permiso. Los pasajeros lo saludan, los vecinos se detienen a fotografiarlo y el recorrido rutinario se vuelve, por unos minutos, una infancia recuperada.

Algo similar ocurre en Heredia, donde un repartidor convirtió su motocicleta en un trineo contemporáneo. La máquina, normalmente destinada a la velocidad y los mandados urgentes, lleva ahora luces, adornos y ese toque de fantasía que no figura en ningún manual de trabajo. Con cada entrega, el repartidor deja también una sonrisa. No es poca cosa en un país que corre de prisa y a veces olvida que la Navidad —la verdadera— no depende de presupuestos ni de grandes decorados, sino de gestos que desarman la rutina.

Son historias pequeñas, casi domésticas, pero tienen la fuerza de lo auténtico: dos hombres que, sin proponérselo, demostraron que el espíritu navideño no necesita fronteras, protocolos ni permiso de nadie. Basta con la decisión de iluminar un rincón del camino para que, por un instante, la ciudad parezca mejor.

Si desea ver estos momentos convertidos en imágenes, repase el reportaje en el video que aparece en la portada del artículo.

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