Internacional

Sobreviviente gitano de Auschwitz: "¡Éramos alemanes!"

El pueblo gitano es considerado la mayor minoría de Europa. 500.000 sintis y romaníes fueron asesinados durante el nazismo. Mano Höllenreiner, quien sobrevivió al Holocausto siendo un niño, alerta contra el olvido

5 de mayo de 2019, 9:01 AM

Mano Höllenreiner camina erguido. Tiene 85 años y recibe a los visitantes en el patio delantero de su casa, en la localidad bávara de Mettenheim, casi 80 kilómetros al este de Múnich. En la escalera cuelgan fotos en las que les muestra a los presidentes federales alemanes Christian Wulff y Joachim Gauck el número que le tatuaran en Auschwitz: Z 3526.

Z significa "gitano", en alemán "Zigeuner", la clasificación bajo la que la Alemania nacionalsocialista persiguió a los miembros de la minoría más grande de Europa. "Todos quieren ver el número", dice y se alza la manga. Ha perdido mucho peso, cuenta, y los pies ​​le tiemblan. "Son los nervios", le ha dicho su médico, "nada extraño, con todo lo que han soportado".

El llamado "campamento gitano" de Auschwitz-Birkenau fue disuelto en la noche del 2 al 3 de agosto de 1944. Hombres, mujeres y niños fueron asfixiados en las cámaras de gas; sus cuerpos, quemados. Los historiadores del Museo de Auschwitz han descubierto que al menos 4.000 personas murieron esa noche, no 2.900, como se sospechaba.

Mano Höllenreiner fue trasladado poco antes con sus padres y su hermana Josefine (Lilly), al campo de concentración de Ravensbrück. Perdió a muchos familiares en Auschwitz: primos con sus hijos, tías y "mi pobre abuela, a quien quería tanto, todos asesinados en las cámaras de gas".

36 miembros de su familia paterna, los Höllenreiner, murieron a consecuencia de la persecución nazi. "Soy un verdadero mestizo", dice Mano. No solo su padre, sino también su madre tenía antepasados ​​judíos. De su familia materna murieron más de cien personas.

Montaña de muertos, "tan alta como mi apartamento"

Cuando vuelven los recuerdos, escucha de nuevo los gritos del campo de concentración. Los muertos de Auschwitz están otra vez ante sus ojos, en medio de la sala de estar, entre los antiguos muebles bávaros. "Cuando murieron los niños, las madres gritaron. Entonces, los recogieron y sencillamente los amontonaron", recuerda a los brutales guardias del campo de concentración.

Su primo Hugo y él, incluso escolares de enseñanza primaria, tuvieron que cargar muertos, entre ellos, un niño muy pequeño: "Vi su cabeza". El horror le devuelve esa imagen hoy: "¡Qué cabeza tan pequeña!" Los cuerpos se apilaban, en una montaña "tan alta como mi apartamento", dice, mirando al techo, reviviéndola.

Por un lado, le gustaría olvidarse de todo. "Pero siempre vuelve", dice Höllenreiner. Su esposa ha sido testigo de esas noches de pesadilla, en las que Mano ha lanzado gritos casi inhumanos. Él la mira con gratitud: "Ha pasado por mucho conmigo".

Mano Höllenreiner trabaja activamente contra el olvido. Recibió la Cruz Federal al Mérito por su labor docente. Ha dado muchas conferencias, a menudo a escolares, para que "los jóvenes alemanes sepan por lo que pasamos en el campo de concentración y que fue un sistema criminal". Algunos estudiantes han llorado; otros, han aplaudido. Una niña lo abrazó sollozando, recuerda. "Hay buenos alemanes", se consuela.

Su maestro: "un verdadero pequeño nazi"

Mano, nacido en 1933, huía a menudo de su propio salón de clases en Múnich, para esconderse tras el altar en la iglesia. A pesar de que no tenía apariencia sinti –o romaní, cíngara, o de otra etnia gitana-, dice, el maestro lo acosaba: "era un verdadero pequeño nazi". El padre, Johann Höllenreiner, como sus hermanos, tenía una compañía de transporte con caballos. Los insultaban como "gitanos".

Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, el padre sirvió en la Wehrmacht, el Ejército. La familia se mudó al campo. Mano jugaba con niños campesinos: "No sabía que soy gitano", recuerda.

Su abuela fue golpeada por un granjero mientras caminaba con un cesto a la espalda para vender botones, hilo, encaje y otros artículos de mercería. Su padre y sus tíos fueron despedidos como soldados por "razones de política racial". Un informe del Centro de Investigación de Higiene Racial, que registró sistemáticamente a la minoría, registró a la familia a fines de 1941 como "mestizos gitanos". De regreso a Múnich, el padre y sus hermanos tuvieron que hacer trabajos forzados y pavimentar las calles bajo supervisión policial.

En marzo de 1943, la policía llamó a la puerta temprano en la mañana. La familia tuvo que irse de inmediato, sin poder llevar casi nada consigo. El perrito de Mano quedó atrás. Encerrados por la policía, se encontraron con familiares y otros sinti. "¡Éramos alemanes!", insiste Mano Höllenreiner, todavía hoy atónito por la persecución gratuita: "Mi abuelo y mi bisabuelo, todos habían estado ya en el Ejército. ¡Somos sinti alemanes!" La familia Höllenreiner había vivido por siglos en Baviera.

Su madre, la salvación de Mano

Nada de esto contaba para la Alemania nazi. Todos fueron encerrados en vagones de ganado en la estación Sur de Múnich, sin comida, sin baño, una pesadilla para el pudor de las mujeres, recuerda Mano. De su padre escuchó que les habían prometido una granja en Polonia. Al niño de nueve años, el viaje de varios días le pareció interminable. De vez en cuando, el vagón fue rociado con una manguera de agua. Murieron las primeras personas.

Al llegar a Auschwitz-Birkenau, le quedó claro que la historia de la granja era mentira. A cada uno le tatuaron un número, le raparon el pelo. Las familias fueron forzadas a vivir en un "campamento gitano", en barracas con literas de tres pisos.

A la familia de Mano le tocó encima. Luego, jugando allí, se caería de bruces: se rompió la nariz y quedó inconsciente. Else Höllenreiner completa los recuerdos contados por su suegra: no llevó a Mano al médico del campamento porque temía no volver a verlo nunca más. Durante días, lo llevó temprano al conteo en la plaza de formación y lo sostuvo erguido. Ella lo salvó. Todos los prisioneros debían aparecer para el conteo a las cuatro de la mañana, incluso en el invierno, en medio de abundante nieve. "Ancianas se congelaron, cayeron y murieron", recuerda Mano Höllenreiner: "Que aún estemos vivos es un milagro".

"Pensamos que seríamos gaseados"

La madre de Mano advirtió a sus hijos de no beber el agua contaminada con tifus en Auschwitz. Pero tenían sed y bebían igual. La comida era un pequeño trozo de pan y colinabos podridos. Una vez que Mano volvía de trabajar, pasó junto a una casa de las SS donde un perro tenía su tazón. Se acercó, se tragó la comida, y el perro solo le gruñó, pero un oficial de las SS lo ahuyentó.

También se tropezó con el doctor de las SS Josef Mengele. Mano tuvo que llevar recipientes de cristal con preparados: órganos de niños que Mengele había asesinado en el "campamento gitano". La crueldad de Mengele era conocida: "Hizo saltar a pequeños gemelos desde el tercer piso, luego los remendó". El primo de Mano, Hugo, y su hermano, fueron operados por Mengele y sufrieron graves lesiones abdominales.

En el "campamento gitano", todos conocían los crematorios cercanos, el fuego de las chimeneas, el olor a carne quemada. En 1944, cuando se iba a disolver el campamento, la familia Höllenreiner estuvo entre quienes debían ser transferidos a otros campamentos. Cuando se sentaron en el vagón, el tren rodó marcha atrás, hacia los crematorios. Gritaron horrorizados. "Pensamos que seríamos gaseados", explica Mano.

Pero, finalmente, el tren se movió en la dirección correcta. El sobreviviente respira profundamente, agitado: "La madre y el padre, todos gritaron. ¡Algo así no puede volver a pasar, nunca!" Se interrumpe, una y otra vez: "Uno no puede decir cómo fue realmente Auschwitz, el campo de concentración. Fue mucho peor de lo que le cuento".

Esterizaciones forzadas, ratas, natilla

En el campo de concentración de Ravensbrück separaron a hombres y mujeres. La madre de Mano y su hermana Lilly fueron enviadas al campamento de mujeres. Temía que fueran asesinadas. Su padre, su tío y sus primos fueron esterilizados a la fuerza, todos con un cuchillo, relata. Mano se escondió durante días bajo las literas de tres pisos, junto con un niño polaco. Allí había ratas gordísimas, recuerda: "Casi me muero".

Su padre y los demás quedaron extremadamente débiles tras la brutal intervención. Mano, de diez años, se coló en la cocina de los prisioneros. Se las arregló para robar un frasco grande de natilla, narra, pero más tarde fue atrapado. Un hombre de las SS lo obligó a saltar sobre un banco de madera: "Izquierda, derecha, hasta que no pude más". Cayó, se lastimó la pierna, se desmayó.

Aún hoy se alegra de que los demás ya se habían comido la natilla. De su lesión le ha quedado una cicatriz, dice. Mucho más tarde, supo que su madre también fue esterilizada por la fuerza en Ravensbrück. Se lo confió a su nuera: le habían inyectado ácido en el abdomen, dejándole para siempre dolor y profundos miedos.

Traumática marcha de la muerte: "dos balas son un desperdicio"

Mano y su padre fueron llevados de Ravensbrück al campo de concentración de Sachsenhausen, no lejos de Berlín. La guerra se acercaba. El padre y otros exsoldados tuvieron que volver al frente. Les pusieron uniformes de las SS para cazar a las tropas rusas, se indigna el anciano de 85 años. Por suerte, los hombres que llevaban el tatuaje de Auschwitz no fueron fusilados.

Mano fue scado de Sachsenhausen en la marcha de la muerte hacia el oeste, a la que solo unos pocos sobrevivieron. Los prisioneros agotados tuvieron que caminar kilómetros. Quienes no se levantaron lo suficientemente rápido, tras las pausas sobre la abundante nieve, fueron fusilados.

Una experiencia le ha quedado quemando el recuerdo al sobreviviente: "Dos balas son un desperdicio", le dijo un oficial de las SS a un padre judío y a su hijo. Tuvieron que ponerse en fila y el hijo tuvo que abrir la boca para que el SS disparara. Mano vio lo que provocó la bala, estaba parado justo al lado.

De Múnich a París: "no digas que eres alemán"

Junto con sus primos y otros niños, Mano pudo escapar cuando los combates se acercaron. Vieron a hombres de las SS quitarse los uniformes y ponerse ropas a rayas de los prisioneros. Cuando los rusos y los alemanes se dispararon entre ellos, permanecieron durante horas en agua helada. Luego escaparon zigzagueando para no ser alcanzados.

Mano no podía más. Prisioneros franceses liberados lo llevaron consigo en un carro. "No digas que eres alemán", le advirtieron. La guerra había terminado y Mano, a sus once años, estaba en París. Una mujer de Alsacia que hablaba alemán lo llevó a casa. Ella se convirtió para él en "Tía Fifine"; su hijo Paul fue como su hermano. Como gritaba y se comportaba de modo extremo, fue tratado con descargas eléctricas. Pero también recibió mucho afecto y hasta la intención de ser adoptado.

No fue hasta diciembre de 1946 que Mano Höllenreiner regresó junto a su familia en Múnich, que lo había estado buscando. Le contó su historia a la autora Anja Tuckermann, que publicó el libro "Mano".

Hostilidad y apoyo

Racismo y hostilidad contra la minoría gitana –antiziganismo- es algo que Höllenreiner ha experimentado también después de 1945. Tropezaron con gente que pretendía que su localidad de residencia estuviera "libre de judíos, turcos y gitanos", relata Else Höllenreiner. Y. cuando su hija Carol abrió una tienda de moda para niños, se dijo que era un lugar para lavar dinero gitano, quizás por envidia del exitoso negocio de antigüedades de sus padres.

Else Höllenreiner desafió a la gente y la denunció. De que en Mettenheim hubo antes también un campo de concentración, solo se enteraron después de haber construido allí.

Pero también cuentan experiencias positivas. El niño vecino, Maxi, estudió el libro "Mano" en la escuela, y los maestros invitaron a los sobrevivientes. Una escuela local hizo un documental sobre él. En una manifestación contra los extremistas de derecha, muchos jóvenes lo apoyaron y el alcalde dijo que siempre estaba allí para ayudarlo.

Miedo y deseo de proteger

Los Höllenreiner saben que hablar sobre el pasado evoca recuerdos extremadamente difíciles de soportar. Else interviene cuando su esposo se pone nervioso y comienza a frotarse las manos: sigue contando, muestra documentos y fotos. Llevan más de 60 años casados.

Los perros de su hija Carol dan vida a la casa. Cuando la hija sale, él se pone nervioso. "Tengo miedo. Llámala”, le pide a Else. Sus padres no pudieron protegerlo a él y ahora él se preocupa cuando su hija, hace mucho adulta, no llega. Los animales siempre fueron un consuelo para él. En Francia, cuando no se atrevía a decir quién era realmente, habló con hormigas y ardillas, lloró por su familia bajo la mirada de un mirlo. Después de todo lo que ha pasado, Mano podría estar amargado y sospechar de todos. Pero, amable y cariñoso, me acompaña hasta la cerca del jardín: "Avísenos cuando haya llegado a casa", pide.

(rml/ers)

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